Receta y sacrificio de 4 piezas de pan, Carlos Pardo en conversación con Miguel de Torres

Secreto para hacer un pan: el aire.

Aire de la Academia de España, donde chocan

el Céfiro y el Noto.

Un aire vivo: gérmenes

provenientes del sur

en colisión con acentrales vientos

(ese mohoso olor a tumba de tirano) 

provenientes del norte.

Un hijo de la sal del mar Tirreno

y del fermento de la tierra grávida:

el ciclo de la muerte que da vida 

(con indudables ecos virgilianos

y algo de la pachorra 

de un bodegón).

Esto es un pan. Y, bueno:

Medio kilo de harina,

proteína en un doce

por ciento e hidratada en casi 

dos decilitros de agua e infusión

de diente de león.

Y más cosas: un huevo 

de un tamaño mediano.

Y gramos, muchos gramos:

gramos de leche en polvo,

gramos de azúcar blanca,

gramos de mantequilla

(mantequilla sin sal, ni caliente ni fría)

gramos de levadura de cultivo

de panadero,

siete gramos de sal.

Empezaremos calentando 

el agua hasta la ebullición.

Y añadiremos varias hojas 

de diente de león

(esas hojas perdidas en el bosque romántico

que lastra la Academia hasta el Trastevere).

Retiramos del fuego:

infusionamos y colamos.

Y n un bol grande mezcla todo. Todo

menos la mantequilla,

menos la levadura,

menos alguna cosa

que no te digo aún

(y que no se me olvida).

Y después molturar, cerner, heñir y a-

ñadir la levadura

que previamente hemos disuelto 

en agua mientras amasamos

para obtener

un mecla homogénea.

Y golpear hasta alcanzar 

lo que es ligeramente pegajoso,

su repugnante intimidad.

Y después, mantequilla

en trozos pequeñitos

añadida de forma gradual.

Y amasa más y une y vuelve

a amasar mantequilla 

en su ductilidad.

Y cubre con un paño

la masa en la nevera,

déjala fermentar.

Y así pasen las horas. Mientras tanto

los mosquitos se acuestan en sus cuartos de pobre,

susurrantes e inquietos

y en el silencio sepulcral

de los claustros y viejos corredores

aún resuenan los pasos sin cabeza

de una triste doncella,

la Cenci. Y chillan las cotorras

que madrugan, y chillan las gaviotas

que reclaman tu carne

y un campanero loco 

agita el bronce airado

un poco antes de las siete.

Y así amanece el día.

Ese día que tira de los músculos

como quien hieñe el pan (pero me estoy

adelantando… Venga, a la cocina).

Preparamos dos hojas de papel de hornear. 

Colocamos encima de una de las hojas

la mantequilla en ocho trozos. 

Y encima, la otra hoja.

Y con ayuda de un rodillo

formamos una lámina cuadrada

de mantequilla.

De nuevo a la nevera, verberante.

La masa es un rectángulo extendido.

Y tras un breve lapso

acostamos la lámina

de mantequilla y la arropamos.

Y repetimos una y otra vez

(pero no más: son dos).

¿Quien recuerda la historia de aquel rey

tebano, el infeliz Penteo,

que fue despedazado por la hybris

con que negó a Dionisos,

y fueron arrancados sus miembros

y arrojados

por su hermana y su madre?

Eso házselo a la masa: en seis trozos.

¿Y quién la trenza de la diosa

ojizarca en el campo de batalla,

Minerva, del clarín enfebrecido?

Trenza también la masa. 

Despacito.

Y enróllala

sobre sí misma.

Y repetimos con las otras tiras 

hasta formar tres masas.

Tres masas aumentadas.

Tres masas que han crecido.

Porque crece las masas de los panes

aunque no tengan alma,

y sean sólo fría y torpe y viva

y húmeda materia.

Se ha detenido el viento.

Arde el sol de los panes.

Un suspiro: tres gramos de dóxido.

Reacción de Maillard

en la materia fermentada.

Arde a doscientos grados.

Una resurrección, ninguna muerte.

Retirar y templar.

Tibio sol de los panes

que muere para darse eternamente.